En el año 2004 comencé a trabajar en una empresa de alimentación cuya marca era líder en el mercado. Pertenecía a un empresario español muy conocido popularmente y del que se decía que había llegado a ser el mayor empresario individual a nivel europeo. El propietario tenía cierta edad y sus hijos, muchos, se habían hecho cargo de la gestión de los negocios. Uno de ellos era el líder entre los hermanos y el sucesor natural de su padre. Se caracterizaba por su encanto social y su despotismo con los directivos.
Desde mi posición en la empresa y en el grupo, mis relaciones con los propietarios eran prácticamente nulas. Alguna visita corporativa a un gran cliente y poco más. Mis superiores eran ejecutivos del grupo y eran ellos los que despachaban y sufrían el carácter del vástago.
A lo largo de los años fui ocupando posiciones de mayor relevancia hasta que seis años después y fruto de una rocambolesca situación ocupé la cima de la compañía. De ese modo pude realizar cambios que yo entendía necesarios y traté de adoptar un enfoque nuevo para resolver los problemas existentes y otros que a mi juicio se oteaban en el horizonte de la empresa.
Este cambio de posición suponía igualmente saltar desde el parapeto que mis anteriores jefes suponían para mí frente a la propiedad y pasar a tratar con ella directamente.
La celebración de los despachos no tenía fecha fija. Se desarrollaban en la gran mansión que la familia tenía en la capital. Había sido la casa familiar de todos los hermanos y ahora lo era sólo de los fundadores de la familia, a la par que hacía las funciones de cuartel general del gran grupo de empresas.
Una mañana de primavera recibí una llamada desde la sede. Se me convocaba para celebrar un despacho —sesión de control— para la semana siguiente. Ya había recibido el larguísimo listado de todos los temas a tratar en una reunión habitual. Constaba de más de treinta apartados y yo me preguntaba cómo se podían abordar todos en el transcurso de un par de horas, tres a lo sumo. Pero la cuestión no era que se iba a hablar de todo aquello. Sino que se trataba más bien de un examen. Podía hablarse de cualquier cosa que ese listado recogía, incluso de cosas que allí no figuraban. Había que tener lista toda esa información porque si se abordaba alguno de esos puntos y no estaba preparado, encontraría graves problemas.
Empecé a prepararlo todo. Me llevó tres días de trabajo intenso. Durante la preparación acudían a mi mente las anécdotas —ninguna buena— que los anteriores ejecutivos contaban acerca de lo ocurrido en algunas de aquellas sesiones: gritos, insultos, papeles lanzados por el aire, hombres hechos y derechos llorando como niños… Posteriormente puede comprobar la veracidad de todas ellas. Y empecé a estar algo nervioso. No por temor a mi interlocutor, ni por miedo a perder el trabajo: mi situación entonces podía soportar esa pérdida sin traumas. Lo que me atemorizaba era no estar a la altura personal, no ser capaz de mantener una posición de dignidad frente a los ataques que iba a recibir. Y empecé a buscar asideros, terrenos firmes que me dieran la confianza y la tranquilidad necesarias para superar la prueba desde mi visión ética del asunto. Aquel sujeto me era indiferente pero yo mismo no lo era para mí. Y debía esforzarme para no defraudarme y convertirme en uno de los peleles que había conocido.
Mientras preparaba toda la información no dejaba paralelamente de pensar qué podría transmitirme ese aplomo. Tras mirar mentalmente en todas direcciones, me acordé de John Kenneth Galbraith. Era un economista americano de origen canadiense que había leído ávidamente años atrás. Pensé en él no porque sus enseñanzas de la economía pudieran serme útiles en este lance, sino por su desparpajo. Era un escritor muy crítico y sólido, y no se amedrentaba ante los popes de la disciplina. No cedía ante las críticas recibidas. Era grande y desmontaba a los intocables con una facilidad y sencillez pasmosas. Con una falta absoluta de complejos. Y eso me gustaba mucho de sus libros. Y es lo que podría darme la seguridad que necesitaba.
Repasé algunos de sus pasajes y la sensación de apoyo crecía al tiempo que mi intranquilidad menguaba. Creía haber encontrado la solución.
Pasaron los días previos al encuentro, más calmado ahora. Pero una pequeña voz interior, casi inaudible por las capas y pliegues del alma, me decía que algo faltaba. Que no estaba totalmente preparado. Había mejorado, pero no había culminado la preparación anímica, psicológica, para enfrentarme en condiciones con aquel hombre.
La incomodidad aumentó de nuevo y comencé otra búsqueda a medias inconsciente. Volví a mirar los rostros de los autores que había leído. Pero no daba con ninguno que desempeñara esa función. Buscaba sin cesar… En un rincón de mi taberna imaginaria de escritores vi a un hombre bien vestido, aunque su traje parecía gastado. El corte era bueno, de un color claro y un sombrero a juego. Estaba solo. Ensimismado. Su rostro mostraba las cicatrices que la vida había marcado en su corazón. De hecho, si uno se detenía un momento a verlo en detalle, parecía un rostro que mezclaba el dolor con la enajenación, aunque algo puro se resistía a ser aplastado por el peso de la fealdad de la vida.
Era Robert Walser. Un escritor suizo de la primera mitad del siglo XX que prácticamente nunca trabajó y que pasó gran parte de su vida en un manicomio. Los psiquiatras le diagnosticaron esquizofrenia. Murió a los setenta y ocho años el día de Navidad de 1956 durante un paseo por los alrededores del sanatorio mental de Herisau. Fue encontrado horas después desplomado sobre la nieve.
¿Qué podía darme alguien así para mi próximo combate? Libros maravillosos. Muchos. Haba leído algunos de ellos unos pocos años antes. Pero eso no era todo. Este atormentado había conseguido mantener la llama en su corazón en mitad de la tempestad. Y eso lo transmitía magistralmente en su deliciosa escritura.
Repasé sus libros. Recuerdo el primero que leí, El bandido —editorial Siruela— que adquirí por intuición en un paseo vespertino por las estanterías de una librería. Luego vinieron muchos más: La habitación del poeta, Jakob von Gunten, La rosa, El paseo, El ayudante, Los hermanos Tanner, Historias de amor, Ante la pintura, Sueños, Escrito a lápiz —tres volúmenes—, Historias, Vida de poeta, Desde la oficina. Todos ellos en la misma editorial. Tres libros biográficos: Paseos con Robert Walser, de su biógrafo y amigo en vida Carl Seelig, autor también de una gran biografía de Einstein. Robert Walser: una biografía literaria, con rico aporte de fotografías, de Jürg Amann y El paseante solitario, breve y magnífico, de W. G. Sebald. Y por último otros tres libros en editoriales diferentes: Los cuadernos de Fritz Kocher —Pre-Textos—, Poemas-Blancanieves —Icaria— y otra edición de Vida de poeta, en Alfaguara. Un tesoro que tenía la fortuna de poseer.
También repasé las notas que había tomado de las lecturas de estos libros. Había muchas. Walser es una cornucopia literaria inagotable. Entre esas notas encontré la siguiente:
«A quienes no lo trataban como él hubiera deseado los dejaba, como se dice, caer, es decir, se fue acostumbrando a no pensar en muchas cosas desagradables. De este modo protegía su vida interior de sumirse en el salvajismo y ponía sus pensamientos a salvo de una dureza malsana»
Allí estaba. Justo eso. La pequeña voz interior se despidió. Y la tranquilidad absoluta me embargó.
El despacho fue muy bronco y desagradable, a la altura de las expectativas. Y no porque no llevara todo preparado, sino porque de lo que se trataba era de domar al nuevo potro. Y enseñar quién manda. Criticar por criticar, sin dejar terminar las frases, y mi gran problema a sus ojos: la falta de confianza que mi juventud, mi reciente llegada al puesto y —a la postre lo supe— el trabajo subterráneo de anteriores directivos bajo mis pies le generaban. Desaires, teatro —sin insultos— y en definitiva, una representación —la suya— lastimera y bochornosa.
Pero me aferré a Walser, y gané. No cedí a los ataques y mantuve la calma y la dignidad. No engrosé la lista de ejecutivos suplicantes o llorosos y, sin orgullo, aguanté aquella primera embestida frente a una persona que descubrí como esencialmente malvada, sádica e infeliz.
Tras aquel encuentro hubo dos más, en el mismo tono. En el tercero, al término del mismo, allí, en la sede central del imperio, presenté mi dimisión, frente al macho alfa y su progenitor, que me parecía bastante más capaz. No lo hice por rendición o falta de aguante, sino por el sinsentido de todo aquello. Hablábamos en planos distintos e inconexos y la falta de entendimiento era absoluta. Mi opinión era que no se atacaban los problemas ni sus posibles soluciones, ni se proponían alternativas. Se trataba de algo personal y no de la compañía. Ví claramente que aquello no tenía solución y decidí dejar de perder el tiempo.
Por su parte tuve cierta sensación de sorpresa ante mi decisión. Me lo confirmó una llamada que horas después me hizo un magnífico directivo y mejor persona en su nombre, para que recapacitara mi permanencia en el grupo. Pero mantuve mi postura.
Siete meses después el grupo entero quebró. Obviamente no por mi salida: había muchos y mejores directivos que yo, entre ellos mi futura esposa, y en mi posición sólo era responsable de una parte del mismo.
Desde entonces esas palabras de Walser se han convertido en un credo para mí. Una envoltura que me protege de los elementos desagradables de mi entorno y que hace que pueda mantener cierta paz interior en medio de este ruidoso, absurdo, frío, feo y cruel mundo empresarial.