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No se recogen libros

 

 

Estas pasadas vacaciones de Navidad, como todos los años, confeccioné una lista de tareas. Algunas de ellas arrastradas e incumplidas de la Navidad anterior. Otras nuevas.
Una de ellas, recurrente, cumplida cada año y vuelta a ser incluida en la lista, era la de ordenar el sótano. Un espacio grande lleno de trastos y cosas importantes. Después de cada ocasión en la que queda ordenado se suceden a lo largo de los días momentos en los que vamos depositando sin orden más trastos o cosas importantes. Un poco aquí, otro allá… Esto no desordena mucho… Y de unos pocos resulta un nuevo desorden. Y vuelta a ser incluido en la lista y de nuevo un día —entero— agotador clasificando cosas para donar, tirar o reordenar. La sesión de este año ha tenido como resultado una gran cantidad de cosas para dar: ropa, calzado, juguetes —muchos—. En especial habida cuenta de las desgracias masivas recientes y de las fechas especiales que se avecinaban para los niños.

Una vez terminada la clasificación y ordenación —mi espalda me pasará la factura en un par de días— en el garaje se amontonó una enorme cantidad de cajas y bolsas. Decidí llevarlas a una conocida asociación que mira desde hace muchos años por los más desfavorecidos y que, sin entrar en valoraciones de tipo religioso y de management, y desde un punto de vista meramente pragmático, pienso que realizan una labor muy útil para muchas personas. Llené el coche hasta arriba, con cajas y bolsas dispuestas de forma caótica pero efectiva —la ventaja de tener un coche viejo en el que no importa si voy a estropear o ensuciar la tapicería— y me dirigí a la sede que dicha asociación posee en un pueblo cercano a mi casa. Se encuentra a las afueras, escondida en un recodo frente a un gran aparcamiento de grava, en los bajos de un moderno edificio. Pude aparcar cerca de la puerta para así minimizar el esfuerzo de la descarga.
Era una mañana de lunes de un frío y nublado día de diciembre. Una amplia puerta de cristal liberada por una enorme barrera de acero alzada. Nadie guardando cola para recibir alimentos, ropa o cualquier otra cosa. Era temprano. El reparto comenzaba media hora más tarde. Y nadie madrugaba para ser ayudado. Decidí adelantarme a esa hora de entregas a los necesitados. Creo que a nadie le gusta que lo vean en una cola de ese tipo. Aunque sea alguien que va a llevar cosas que luego ellos van a recibir. Me situé mentalmente en esa cola e imaginé cuáles serían mis pensamientos. Quizá escondería la cabeza. O quizá pensaría que lo hago por mi familia y que no hay nada vergonzoso en ello. De todos modos pienso que para muchos de ellos puede tratarse de una situación incómoda —el presidente de la asociación recientemente declaró que la mitad de las personas que acuden a este tipo de colas son personas que tienen un trabajo— y por ello decidí no ser el motivo de ello y llegar al sitio con antelación.
Antes de empezar a descargar entré y pregunté acerca de cómo proceder. Una señora mayor, algo distante y mandona, me indicó dónde podría dejar los bultos.

—¿La ropa está en buen estado?
—Nueva —contesté—.

Regresé al coche y abrí el portón del maletero. Empecé a descargar aquel caos de mercancía y a depositarla en el interior de aquel local, a la izquierda de la entrada. Las cajas y bolsas seguían llegando. La sheriff del lugar se levantó de su despacho.

—Mejor déjalos al fondo. Pensaba que traías poco pero no es así.

Moví todo lo depositado hasta el momento al fondo del pasillo, en el espacio que separaba dos puertas abiertas. Una de ellas franqueaba una enorme sala llena de percheros en los que colgaban montones de prendas alineadas. Como los podemos encontrar en unos grandes almacenes.
Regresé al coche. En el corto trayecto me crucé con una mujer que descargaba un gran saco de barras de pan recién hechas. El olor caliente quedaba flotando en su deambular de la furgoneta al local. Ataqué los asientos traseros y empecé a descargar. Si me hubieran parado en la carretera habría encontrado problemas por llevar la carga de ese modo. Finalmente descargué todo lo arrojado al asiento del copiloto.
Cuando realicé la última entrada de mercancía reparé en un gran cartel que había en la puerta y en el que no me había fijado en todas las idas y venidas previas. Estaba escrito a mano con un rotulador negro sobre una cartulina rosa y pegado con cinta adhesiva transparente sobre un lateral de la entrada. El cartel rezaba:

NO SE RECOGEN LIBROS

Inicialmente no entendí el mensaje. Realmente, no comprendí el mensaje. Mi deformación en este ámbito libresco —la bibliofrenia explicada y documentada por Joaquín Rodríguez entre otros— me impedía comprender lo que el cartel indicaba. Terminada la última descarga me dirigí de nuevo a la sheriff.

—He terminado.
—¿Has dejado todo recogido donde te dije?
—Sí.
—Bien.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —le dije.
—Sí.
—¿Ese cartel de la puerta?
—¿Cuál?
—El que indica que no se recogen libros…
—¿Sí?
—¿Por qué está ahí?
—Porque no admitimos libros.
—¿De verdad? ¿Por qué?
—Porque nadie los quiere —sentenció.

Se quedó mirando mi cara de incredulidad desde su atalaya de mando, seguridad y dureza. Y, sin despedirse, regresó a su despacho.
Salí pensativo de allí. En aquel momento la cola de personas esperando ayuda era larga.

Durante los días siguientes pensé en aquel cartel y en ese breve y duro intercambio de palabras al respecto. «Porque nadie los quiere.» Toma bofetada como pocas veces te la han dado. Nadie quiere los libros… Puf… Duro. Triste. Nunca he tratado de pontificar al respecto. Aunque sí he defendido, vehementemente, el amor a los libros. Y un desprecio como este, en lo que realmente duele no es el cuestionamiento de si estoy en lo cierto o no, sino la ausencia de debate, la solidez de la realidad, me dejó descolocado, pensativo, algo triste y desesperanzado. «Pues ellos se lo pierden» me habría dicho alguien muy querida. Pero…

Unos días después encontré esto en un libro que estaba leyendo:

«… No hay un solo ser humano en este planeta que no tenga una u otra relación con la música. La música, en forma de canto o de ejecución instrumental, parece ser verdaderamente universal. Es el lenguaje fundamental para comunicar sentimientos y significados. La mayor parte de la humanidad no lee libros. Pero canta y danza.» (George Steiner).

Y días más tarde, en otro libro, di con esto:

«… Hoy, cuando ya casi todo aquello ha pasado, y vuelvo a gozar con la lectura y la escritura, confirmo que leer y escribir son cosas extraordinarias, pero pueden ser también bastante prescindibles si nada tienen que ver con nuestra urgente necesidad.» (Juan Domingo Argüelles).

Ambos textos me retrajeron a mi reciente conversación al pie del cartel. Y la última frase me recordó una comida con un autor de una editorial para la que trabajaba entonces. El autor empleaba todo su tiempo, por orden de importancia, en estudiar, leer, escribir y dar conferencias. En un momento del encuentro me dijo:

«—No puede pasar un solo día en el que no lea. Si no leo, no puedo vivir. Es como respirar. Debo hacerlo siempre para no perecer.»

En aquel momento me pareció algo exagerado. Pensé en un experimento mental. Imaginé al autor embarcado en un crucero con sus libros. Lamentablemente, el barco sufre un terrible accidente y el autor naufraga y acaba en una isla desierta con lo puesto, sin sus libros. ¿Morirá de inanición libresca por no poder leer los días que median hasta su rescate? ¿No podrá respirar libros y de se modo perecerá?

Creo que las dos frases superiores, escritas por dos personajes que también pertenecen al club de las bibliofrenia, son honestas y contundentes. Y ambas me sacuden para volverme a poner los pies en la tierra. Tus preferencias son tuyas. Tu amor por los libros, tu bibliofrenia es tuya y de algunos más que habitamos esta bola loca en movimiento. Pero hay muchos más que no comparten ni entienden nada de lo que sientes o dices. Y a pesar de ello van a llegar a viejos como tú. Te sobrevivirán incluso. Y no les faltará nada esencial por no leer, por no aceptar libros que no son recogidos. Cantarán, bailarán, escucharán música todos los días. Necesitan alimentos y ropa y su más urgente necesidad es esa. Pero no leerán. Porque no tienen libros. Porque no los quieren. Y no son peores o menos felices que tú por ello.
Pero…