El primer libro que leí del escritor francés Michel Houellebecq (1956) fue Ampliación del campo de batalla. No recuerdo con exactitud cómo llegué a él. Tengo vagas imágenes de búsquedas en una primitiva Internet en España de finales de los noventa. Había algunas webs / blogs personales acerca de este autor con fotografías en las que aparecía con el pelo corto y la cara con lustrosos mofletes, a diferencia del aspecto que este autor muestra en sus últimas fotografías. Aún conservo un recorte de la web que mejor recuerdo: The Michel Houellebecq Phenomenon – the birth of a writer.
Por aquél entonces recibí, por motivos de trabajo, la visita de dos chicas francesas. Eran responsables de calidad en su compañía y venían a supervisar un gran pedido. Durante la comida les comenté mi hallazgo, pero ninguna de ellas conocía al escritor. Años más tarde en otra compañía en la que trabajaba, una compañera me comentó que lo conoció personalmente y que era un auténtico imbécil. Entendí que quería decir provocador.
La cubierta de ese primer libro mostraba una obra de la por entonces en boga fotógrafa americana Sandy Skoglund —parece que uno se ha atragantado al pronunciar este apellido—. Esta artista generaba unos escenarios neutros repletos de animales anónimos monocromáticos. Cuando veía alguno de sus montajes siempre pensaba en la cantidad de trabajo que debía invertir esta mujer en cada uno de ellos para llegar a resultados tan absurdos. El arte tiene estas cosas.
Encontré que se trataba de un libro extraño pero con una voz nueva, en los tiempos actuales —los de entonces— y además un autor vivo y joven.
Como de costumbre empecé a adquirir la serie de libros en español, en este caso, por la editorial Anagrama. Tras este primer título vinieron Las partículas elementales, igualmente extraño y atractivo. Plataforma, el libro de ensayos El mundo como supermercado, El mapa y el territorio, Lanzarote —en gran formato incluido en un precioso estuche—, un libro mix de textos y poemas con el nombre de Intervenciones, La posibilidad de una isla —en Alfaguara— y posteriormente Sumisión —muy bueno a mi juicio: distopía densa y claustrofóbica— y el año pasado, Serotonina —flojo—. Hay en el mercado alguno más de carácter menor que no he comprado.
Los mundos de Michel Houellebecq son los de personajes muy complejos, mentalmente atípicos —¿inestables?—, situados en la actual modernidad, en los que no he hallado prácticamente un solo momento de felicidad en ninguna de sus obras. Pero su escritura muy inteligente atrapa. Y a pesar de los escenarios que presenta —el sexo tiene importancia capital en ellos— no deja de transmitir una profundidad que brota de la superficialidad aparente de la vida de sus personajes.
Hace varios meses que dejé de seguir los suplementos culturales de los principales periódicos nacionales. Me llevó a ello la insustancialidad de su contenido. Pero sí es cierto que constituían una buena alarma para detectar las nuevas obras de mis autores favoritos. Entre ellos, Houellebecq. De modo que ahora suplo esa carencia con alguna búsqueda esporádica de las obras de este autor, sin frutos desde el último libro comentado.
Esta desconexión me trae a la mente unas palabras de Houellebecq que cuando las leí me hicieron pensar y que he de decir forman parte de mi pequeño credo que a diario procuro practicar:
«Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo una especie de revolución fría, situándose por un instante fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última instancia, incluso ese paso es inútil. Basta con hacer una pausa; apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con quedarse inmóvil unos segundos.»