John Banville

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La estela de John Banville

Al escritor irlandés John Banville (1945) lo descubrí por olfato. Años atrás practicaba con frecuencia el sano ejercicio de ojear y hojear los catálogos impresos de las editoriales. Los primeros fueron los de Alianza, mi editorial favorita por entonces, referente venido a menos en los últimos años y que pienso ha perdido su posición de cabeza superada por otras editoriales más jóvenes que han sabido adaptarse a los tiempos. Su rancio marketing también ha tenido bastante que ver.
Otra de las que solía repasar era Anagrama. Distinguida que creo ha perdido frescura y profundidad y ha ganado en publicar títulos facilones y más comerciales. En aquel catálogo, sería el año 2000, vi un libro que me llamó la atención: El libro de las pruebas, de un tal John Banville. Lo compré. Lo leí. Me encantó. Fiché a Banville para mi panteón particular de los grandes de las letras y comenzó el proceso habitual de compra de todos sus libros, proceso que sigue hasta hoy: Eclipse, Los infinitos, El intocable y El mar —el más conocido, fantástico libro— en Anagrama. Otros libros suyos en diversas editoriales: La carta de Newton y Kepler en Edhasa, Copérnico —tercero de los orbitables— en una colección de entregas en kiosco de Salvat. Luego Alfaguara toma la delantera —desplazando a Anagrama— y publica muchos de sus títulos, recientes y los primeros escritos rescatados: Imposturas, La guitarra azul, Antigua luz —delicioso erotismo y deliciosa cubierta—, Regreso a Birchwood, La señora Osmond y el último, adquirido este año, un volumen que recoge tres de sus obras: de nuevo El libro de las pruebas y dos que indican ser inéditos en español, Fantasmas y Atenea. Banville bien representado en español.

Mi preferido: un antiguo y delgado volumen de La carta de Newton, editado por Península y con una cubierta que recoge una fotografía de una bella joven caminando descalza por el campo envuelta en lo que parece una manta, cabizbaja y con la mirada triste y pensativa.
Recuerdo la lectura de este libro. Mi esposa tenía una entrevista de trabajo en una compañía situada en Alicante. La entrevista iba a tener lugar en las instalaciones de la empresa a las seis de la tarde de un jueves. Viajamos hacia allí en automóvil. Yo esperé sentado en el coche mientras ella realizaba su entrevista. Había traído conmigo el citado librito y empecé a leerlo. Lo acabé de un tirón apurando la última luz del día. Y me fascinó. Tuve la sensación de llenado, de haber asimilado un alimento especial, de haberme nutrido de algo exquisito, bello y perdurable, sensación que todavía puedo recordar.

John Banville es actualmente otro de los inexplicables casos de los que el comité elector del premio Nobel de literatura —snobs de los que ya hablé en otra entrada y que ahora no voy a volver a machacar— no ha considerado con suficientes méritos para otorgarle el galardón. Supongo que otros autores como los sí laureados Olga Tokarczuk, Bob Dylan o Svetlana Aleksiévich sí han hecho los deberes que Banville ha obviado. A este paso, el premio perderá todo el prestigio acumulado durante casi ciento veinte años.

Un día en una librería de Madrid perteneciente a una conocida cadena pedí un título de John Banville. De nuevo un perroflauta con chaleco se cruzó en mi camino:

—¿Bambi?

—Bambi no, Banville. John Banville.

Al pelucón gafapasta le hizo gracia y girándose hacia otros de su especie bromeó diciendo:

— ¿Quién mató a Bambi…?

Lo que faltaba: perroflautismo, gafapastismo y cine del bueno.
Tengo curiosidad por saber qué criterios de selección adoptan los de personal de este tipo de negocios para sus vendedores. Cuando era joven opté a algunos de estos puestos y ni siquiera recibí la negativa. Está claro que no he entendido nada.