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Bukowski al rescate

A finales de los noventa terminé un largo, terco, doloroso y absurdo noviazgo. El hecho de que yo diera el paso final sólo supuso una formalidad, la certificación de un hecho.
No obstante quedé muy desorientado y abatido. Cambié mi residencia habitual desde la vigilia al sueño y traté de permanecer en ese estado el mayor tiempo posible. Diez, doce, catorce o dieciséis horas… Todas eran insuficientes para evitar una realidad que me angustiaba.

Durante el tiempo que permanecía despierto procuraba llenar mi cabeza de cualquier cosa que evitara desesperarme. La mayoría de las veces sin éxito. Con frecuencia, en las plomizas tardes de verano, caminaba al centro comercial casi de manera inconsciente. Quizá allí, en medio de esas estanterías repletas de objetos podría engañar a mi mente por unos instantes. En especial, repasando la sección de la biblioteca.
Una de esas solitarias tardes me encontraba de nuevo en el hipermercado frente a las baldas repletas de libros. Allí podían encontrarse novelas románticas, libros de cocina o guías de viajes. Literatura, poca. A media altura, en mitad de grupo no muy grueso se hallaban unos libros en formato de bolsillo con unos lomos de vivos colores. Había que torcer dolorosamente el cuello e inclinar la cabeza sobre el hombro izquierdo para leer el autor y el título. De izquierda a derecha en la estantería fui repasando a cortos pasitos los libros de aquel grupo hasta que leí: Bukowski · La máquina de follar. Me sorprendió. No por su potencial contenido pornográfico: era fácil conseguir revistas o películas eróticas o pornográficas. Lo hizo por la osadía del título de un libro de la editorial Anagrama, ubicado en una estantería convencional de un hipermercado convencional. Cogí el volumen y observé la cubierta. Un dibujo no muy bueno de una mujer desnuda en posición fornicante rodeada de una especie de manguera que procedía de una máquina situada junto a ella. Dibujo que no tenía mucho que ver con el relato homónimo, como luego supe. Compré el libro. Lo comencé a leer. Y empecé a vivir de nuevo.

Charles Bukowski se convirtió en mi adicción absoluta. Creo que nunca he tenido tanta dependencia de los libros de un autor como de los de él. Tras ese libro compré compulsivamente el resto de los libros de colorines de la colección Compactos de Anagrama. Posteriormente adquirí libros en otras editoriales. E incluso vi la película biográfica Barfly, con un Mickey Rourke pre-bótox y un cameo del propio Bukowski, aunque el film no estaba a la altura de los libros, como suele suceder con el cine.
Empecé a cambiar el sueño por la lectura de Bukowski. No podía parar de leer. Durante el día, en los ratos que el maldito trabajo me dejaba libres, muy escasos. Por la noche ganando horas al sueño. Los fines de semana, día y noche. Llegué incluso a leer en la ducha, asomado por entre las cortinas del baño con el libro en la mano mientras el agua caliente caía sobre mi espalda.

Y me ayudó a salir adelante. Me salvó realmente. Y también me convirtió en alguien un poco más tolerante: sus vidas marginales, sus personajes deshechos y desechos, su sórdido mundo… A pesar de los cuales, Bukowski es capaz de encontrar la perla en mitad del estercolero, de crear belleza en medio de la inmundicia circundante.

Recuerdo muchas cosas de las que leí de él, en forma de prosa y poesía. Con especial cariño La senda del perdedor. Pero de entre todo siempre acude a mi memoria uno de sus poemas, El cordón del zapato, del cual reproduzco aquí un breve fragmento:

una mujer, una rueda
pinchada, una
enfermedad, un
deseo; temores ante ti,
temores que
puedes estudiar
como las piezas de un
tablero de ajedrez…
no son las cosas importantes las que
llevan a un hombre al
manicomio. está preparado para la muerte o para
el asesinato, el incesto, el robo, el incendio,
la inundación.
no, es la serie continua de pequeñas tragedias
lo que lleva a un hombre al
manicomio…
no es la muerte de su amor
sino el cordón del zapato que se rompe
cuando tiene prisa.

© Editorial Anagrama