Archivos diarios: julio 25, 2020

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Kawabata en Verona

Tuve noticia del escritor japonés Yasunari Kawabata por una revista del Círculo de Lectores. A este club me había apuntado y borrado en varias ocasiones. Me solía suceder que en la revista de algún mes —o bimestral / trimestral, no recuerdo bien— aparecían un montón de libros que deseaba comprar, pero no tenía dinero para todos y debía conformarme con un título o dos. En otras entregas ofrecían un surtido muy comercial y aburrido, y me veía obligado a adquirir un libro —en eso consistía la condición de ser socio— que no me interesaba nada.
En aquella ocasión recuerdo que había una fotografía de la cubierta de un libro titulado Lo bello y lo triste. Me parecía una cubierta preciosa: el color inusual, la tipografía estilizada y los bonitos dibujos japoneses transmitían, junto con lo atractivo del título, la sensación del ritmo tranquilo y discontinuo del paso del tiempo en el país del sol naciente. Y sin conocer al autor, me decidí a comprarlo.

Fue un acierto. Disfruté de la delicadeza y melancolía de la escritura de Kawabata y a raíz de aquel libro, entró en mi panteón particular de grandes escritores.

Años después viajé a Argentina con mi entonces novia y hoy esposa. En Buenos Aires tuve la fortuna de conocer a mi suegro, al que tanto recuerdo y añoro. En una de nuestras excursiones por la ciudad nos desviamos del centro y deambulamos por lo que me pareció una zona de arrabal. Algo perdidos, nos dirigimos hacia lo que consideramos tenía aspecto de más urbano, y enseguida nos topamos con una de las librerías más bonitas que he tenido el placer de visitar. Se trata de Eterna Cadencia, en el barrio de Palermo.

Parecía un viaje al pasado. A las librerías de verdad y no a una tienda en la que venden libros. En su recorrido laberíntico repleto de anaqueles de madera oscura se albergaban miles de maravillosos libros. Todo allí era silencio y tranquilidad. Disfrute literario. En uno de los extremos se hallaba una pequeña cafetería igualmente tranquila, sin gente en aquel momento. Nos sentamos los tres a descansar un poco, en especial mi suegro, y a degustar deliciosos cruasanes y chocolate.

En aquel oasis encontré muchos libros de Kawabata, editados magníficamente por Emecé Argentina. Con toque modernizado pero respetando la delicadeza y el buen gusto: Mil grullas, El maestro de go, País de nieve, En el lago, El sonido de la montaña, Historias en la palma de la mano, La pandilla de Asakusa, Kioto, La bailarina de Izu, y dos volúmenes de correspondencia con Yukio Mishima. Este botín supondría un sobrepeso de equipaje por el que fui sancionado en el viaje de avión de vuelta. Posteriormente, en España, adquirí otros libros de diferentes editoriales: La casa de las bellas durmientes —especial— en Caralt, Primera nieve en el monte Fuji (Norma), Diario de un muchacho (Manantial), Una grulla en la taza de té, en una librería de viejo, también editado por Círculo de Lectores, y otra edición de País de nieve en Zeus.

Ocho años después me encontraba en la bella ciudad italiana de Verona. Había acudido allí como expositor en una feria internacional de negocios, nada relacionado con la edición. El evento tenía una duración de cinco días y la afluencia de visitantes era grande. El tercer día acudieron a nuestro stand un hombre y una mujer orientales. Parecían japoneses, aunque mi torpeza para diferenciar a los habitantes de Japón, China o Corea ha sido notable. El hombre era de edad madura, con aspecto moderno pero venerable. Parecía un samurai retirado. Precedía a su acompañante, una mujer joven de baja estatura. Ella se dirigió a mí en inglés. Me comentó que procedían de Nantan, Kioto, en Japón, y preguntó acerca de los productos que exponíamos. Comenzamos una conversación técnica acerca de nuestras máquinas y ocasionalmente, el señor Ozeki, que así se llamaba, realizaba preguntas en japonés —no hablaba inglés— a la señorita Ryoko, que me las transmitía en inglés. Era mucho el interés y las preguntas y empleamos más de dos horas en nuestra conversación. Ya sentados y tomando un refrigerio, con la pequeña e incipiente confianza que la conversación y el buen entendimiento nos permitían, conversamos de temas que nada tenían que ver con el negocio. Y entre ellos me aventuré a hablarles de Kawabata. Yo lo pronunciaba como Kaguabata e inicialmente no me entendieron. Pero me resultaba extraño que no lo conocieran: era ilustre en su país y premio Nobel de literatura en 1968. Decidí escribirlo y la señorita Ryoko exclamó: ¡Kavabata! pronunciándolo correctamente. Se sonrieron a la par que se extrañaban de que un español en Verona, en mitad de una feria internacional de máquinas, hablara de Kawabata. Les conté mis lecturas y adquisiciones y se alegraron y sorprendieron. El señor Ozeki me habló de otros escritores japoneses, la mayoría de los cuales no conocía.
Y así, seguimos charlando una hora más y, gracias a Kawabata, forjando una relación especial que perdura años después de aquel encuentro.